El tricampeonato (es decir: el tercer campeonato obtenido al hilo) no es fácil de conseguir. Los rivales te conocen, te quieren ganar, se refuerzan, el equipo cambia, las derrotas suelen ser más duras y difíciles de asimilar en un plantel acostumbrado a ganar, hay desgaste, hay otras motivaciones, otros compromisos, y en un cuadro grande los hinchas siempre seguirán exigiendo ganar y, después, volver a ganar.

De hecho, el último tricampeonato que consiguió Peñarol fue este mismo: el del 1995. Aunque pasaría sin cuidado en la memoria de los manyas (y de la mayoría de los uruguayos) porque serían los primeros tres campeonatos del segundo Quinquenio de Oro. ¿Para qué contar tres, si tenemos cinco?

En la era profesional del fútbol local, vigente desde el campeonato de 1932, Peñarol tiene dos quinquenios (como sabemos: 1958–1962 y 1993–1997), un tetracampeonato (1935–1938), un tricampeonato (1973–1975) y ocho bicampeonatos. Esto, válida es la aclaración, si no se contabilizan los bi, tri y tetracampeonatos abarcados en las seguidillas de campeonatos más grandes (por ejemplo, en los quinquenios). En todo caso, técnicamente Peñarol obtuvo cuatro bicampeonatos más, tres tri más y dos tetra más, pero la suma resultaría un número mayor a la cantidad de campeonatos obtenida en las mencionadas gestas, que fueron nada menos que 33.

Por otra parte, Nacional, el único otro equipo que consiguió más de un campeonato al hilo en Uruguay, obtuvo en la era profesional un quinquenio, un tetra, dos tri y cinco bicampeonatos.

Vistas las estadísticas e indiferentemente de si las conocía, Gregorio renovó su vínculo y asumió la responsabilidad de liderar un año más el proyecto deportivo de Peñarol en enero de 1995, con dos campeonatos en la mochila, pero con la misma misión que se le encomendó el primer día que llegó a Los Aromos en 1993: salir campeón.

“Nos espera un año duro, distinto, porque empezamos jugando un torneo importante como la Copa Libertadores”, habría dicho el DT en la vuelta a los entrenamientos, en febrero del ‘95, según el libro Quinquenio de Inzaurralde y Señorans. El equipo arrollador del ‘94, que salió campeón ganando 19 partidos de 24 jugados, con 62 goles a favor y una diferencia de +44, también se quedó con la Liguilla Pre–Libertadores y volvió, después de tres años sin clasificar, a la competición más importante a nivel continental. La Libertadores, una vieja amiga, un primer amor, que en ese año que empezaba representó una obligación más para el plantel.

En el horizonte, ¿la Copa América?

Por razones obvias, el mejor equipo del medio tenía varias plazas reservadas en el plantel de la selección uruguaya, que, después de haber quedado afuera del mundial de 1994 en Estados Unidos, se preparaba para albergar la trigésimo séptima Copa América, ese torneo que cada vez que organizó lo ganó, lo que suponía una presión extra. Por este motivo, la Asociación Uruguaya de Fútbol (AUF) dispuso un calendario de preparación, entre amistosos internacionales, gira por Europa y otras pruebas, para que el equipo llegue de la mejor forma posible a julio. Un plan que no se alineaba con los de Peñarol para ese primer semestre del año, cuando necesitaba disponer de sus mayores figuras.

Óscar Ferro, Óscar Aguirregaray, Diego Martín Dorta, Pablo Bengoechea, Marcelo Otero, Washington Tais y Darío Silva entraban en los planes de la AUF para la preparación de la copa, aunque los últimos dos quedaron fuera de la convocatoria final.

A esa disputa entre la selección, que quería que los futbolistas hagan toda la preparación con foco en la Copa América, y Peñarol, que los quería tener disponibles para el Campeonato Uruguayo y la Copa Libertadores, se sumó la postura de Nacional, que manifestaba que tampoco cedería a sus jugadores a la selección si Peñarol no lo hacía. “En este país hay que hacer una importación de bobos porque acá son todos vivos. ¿Qué tiene que ver Nacional, que está jugando por higos verdes?”, decía el contador José Pedro Damiani ante esa situación, en referencia a que los albos no estaban disputando ninguna competencia internacional.

Entre discusiones, amenazas de multas económicas y deportivas, y otras idas y vueltas, al final las partes llegaron a un acuerdo y los futbolistas de Peñarol, que a nivel de club tenían un calendario más cargado, participaron de la preparación de la selección, pero no completamente. “Peñarol siempre estuvo dispuesto a colaborar con la selección, pero nos preocupa el estado físico de algunos jugadores”, expresó Gregorio Pérez, que pudo contar con sus figuras para los partidos importantes para conseguir el segundo puesto y clasificación en la fase de grupos de la Libertadores, detrás de Independiente de Avellaneda y por encima de River argentino y Cerro. Sin embargo, la esperanza internacional no duraría mucho más de Octavos de final para los aurinegros, que el 5 de mayo fueron eliminados por Atlético Nacional de Colombia.

“¡Miren que no estamos muertos!”

Puntero e invicto en ocho fechas, con seis victorias y dos empates, Peñarol llegó al clásico golpeado por la eliminación de una Libertadores en la que apuntaba a algo más porque la calidad del plantel se lo permitía. Y en ese mes llegaría un golpe más: la primera derrota clásica por el Campeonato Uruguayo en la era Gregorio Pérez, por 2 a 1.

Durante la vuelta a los entrenamientos posterior al clásico, en Los Aromos se escuchó el grito “¡Miren que no estamos muertos!” de un grupo de jugadores que miraba el trabajo de otros compañeros desde la sombra de una pared, dirigido a un grupo de fotógrafos que les disparaban con sus lentes, tratando de evidenciar un hipotético mal momento anímico de Peñarol, que estaba lejos de ser real. Un contundente 7 a 0 contra Rampla Jr. en la fecha siguiente y a dos fechas para el final del torneo, consolidaron al aurinegro en la tabla del Apertura.

En el campeonato en que los partidos ganados empezaron a valer tres puntos en lugar de dos, los dos grandes lo comenzaron con dos puntos menos que el resto de los equipos por la penalización que arrastraban de los incidentes en el clásico del Apertura del ‘94. La última fecha llegó con Peñarol primero con 24 puntos, Nacional segundo con 23 y Liverpool tercero con 22. El sábado los bolsos empataron su último partido y dependían de una derrota de Peñarol para aspirar a una final, y el domingo Liverpool le ganaba a Defensor Sp., y parecía quedarse con el título, porque los manyas perdían con River desde los dos minutos en el Centenario.

Hoy es cada vez más atípico. Las pelotas son más livianas, vuelan más o los especialistas no son los mismos de antes. Cada uno tendrá su hipótesis, pero la realidad marca que los pateadores de tiros libres, esos que embocan más de lo que erran, aparecen cada vez menos. Algunos sabrán, otros imaginamos, que ese factor entra en la estrategia de los dos equipos: “No peguemos al borde del área nuestra porque tienen a –Pacheco, Riquelme, Messi,… Bengoechea–”, dirán algunos; “busquemos la falta al borde del área que tenemos a –los mismos–”, dirán otros, como Gregorio. Y cuando esa falta llega, los relatores auguran el festejo con los icónicos: “esto es medio gol”, “penal con barrera” y otros modismos del fútbol que empiezan a sonar en las diferentes emisoras de radio o transmisiones de televisión.

Haya salido bien la estrategia de uno o mal la del otro, en la desesperación de aguantar el 1 a 0 a favor, faltando tres minutos para los 90 el golero de River salió a cortar un centro y la tocó con la mano afuera del área, en el borde, adentro de la medialuna, y el especialista de Peñarol estaba en la cancha. El medio gol se completó cuando el Profesor Pablo Bengoechea pateó por arriba de la barrera y la clavó en el ángulo, dándole al equipo el pasaje a la final por el Apertura.

En el último partido previo a la Copa América, esa final con Liverpool le dio al carbonero el primer título del año y un lugar reservado en la definición del Campeonato Uruguayo. A estadio lleno, los manyas ganaron 2 a 0 con goles del juvenil Tony Pacheco y del goleador Darío Silva, que el destino dispuso que fuera su último gol, partido y título en Peñarol, ya que a mitad de año emigraría al fútbol italiano.

La Copa América

El 7 de junio Peñarol levantó la copa del Torneo Apertura, y el debut en el Clausura no llegaría hasta el 6 de agosto. Sin embargo, a los carboneros no les faltaron motivos para festejar durante esos dos meses sin fútbol uruguayo.

Con el invicto de local en torneos internacionales en juego, la selección uruguaya llegó a la final con cuatro victorias y un empate para enfrentarse al siempre favorito y campeón del mundo vigente, Brasil. Con casi 65 mil personas en las tribunas, plateas y taludes, el Centenario se había vestido de celeste y vaticinaba una fiesta que al final del primer tiempo parecía alejarse.

Uruguay tenía que salir a buscar el partido en el segundo tiempo, para revertir un 1 a 0 en contra y el dominio brasilero en la cancha. Esa cancha que era el patio de la casa del volante celeste que esperó los primeros 45 minutos mirando desde el banco de suplentes, con el dorsal 8 en la espalda: el Profesor.

Por decisión del destino o la divinidad que se lo quiera adjudicar, Pablo Javier Bengoechea tenía cuatro minutos en cancha cuando el árbitro mexicano cobró un foul pegado al área, de frente al arco, para el combinado celeste, y, sin temor a equivocarme, la enorme mayoría de los 65 mil espectadores que coparon el estadio y de los hinchas uruguayos repartidos por el país, pensaron en una sola persona.

Como en el patio de su casa, Bengoechea dio dos pasos cortos, acarició la pelota con su pie derecho y la mandó a volar por arriba de los cinco brasileros más altos al ángulo derecho de Cláudio Taffarel, tan contra el palo que el golero campeón del mundo se percató del gol cuando la pelota infló la red. Una vez más, como tantas veces y otras tantas que vendrían, el Profe hacía explotar el Centenario y Uruguay empataba la final, para llevarse la decimocuarta Copa América de su historia desde los doce pasos. La definición por penales después del 1 a 1 terminó 5 a 3 a favor de La Celeste y Bengoechea también convirtió.

Entre los 22 futbolistas campeones, estuvieron el Gallego Ferro, el Vasco Aguirregaray, Diego Dorta, Marujo Otero y, por supuesto, Bengoechea.

En el horizonte: el tricampeonato

El 23 de julio Francescoli y el plantel uruguayo levantaron la Copa América, y dos semanas después, el 6 de agosto, volvía la actividad del fútbol local. Por esas razones que nunca entendemos bien sobre el sorteo o no sorteo del clásico en el fixture del Campeonato Uruguayo, ese año se les ocurrió a los dirigentes de turno sortear tanto el fixture del Apertura como el del Clausura completamente, incluido el clásico, y para el segundo torneo se dio lo más insólito: Peñarol–Nacional en la primera fecha.

Poco tiempo para prepararse para un partido que había que ganar, porque Nacional estaba cerca en la tabla, porque se había perdido el anterior y porque era un clásico. Por si fuera poco, tras destacadísimos rendimientos individuales y ya fuera de la Copa Libertadores, el plantel de Gregorio se disminuyó: los punteros goleadores vendidos a Italia: Marujo Otero al Vicenza y Darío Silva al Cagliari; y Diego Martín Dorta y el golero titular, Óscar Ferro, vendidos a Argentina: a Independiente el primero y a Ferrocarril Oeste el segundo.

Martes, previo al domingo clásico, Los Aromos: “Nos preparábamos para ir al Urupán de Pando, a donde íbamos a entrenar cuando llovía, y en el pasillo se acercó Gregorio y me dijo: ‘vendieron al Gallego a Argentina, el domingo jugás vos’, y siguió de largo”, relató el Popy Flores, el golero que llegó con 14 años a probarse en las inferiores de Peñarol y que después del primer entrenamiento Roque Máspoli le dijo que se quedara, que iba ser “el próximo golero de Peñarol”. Lo que nunca imaginó fue que su debut en primera iba a ser, nada menos que, en un clásico, a estadio lleno y en la lucha de un tricampeonato, que después sería un Quinquenio.

A Flores se le intensificó el resto de la semana, porque de generalmente pasar desapercibido lo empezaron a llamar viejos amigos para desearle suerte, periodistas para entrevistarlo y marcas para ofrecerle guantes para atajar en ese próximo partido. “El teléfono no paraba”, señaló.

El contador Damiani lo llamó la noche anterior para manifestarle su confianza; Gregorio, el cuerpo técnico y sus compañeros le expresaron siempre su apoyo; y Ladislao «Chiquito» Mazurkiewicz (entonces entrenador de arqueros) le pidió los guantes: “‘Damelos’, me dice. ‘¿El qué?’, le digo. Y me dice: ‘Damelos, así juego yo’. ‘No, no. No me saqués esto. El próximo partido jugás vos’, le contesto. Él tenía esas cosas para romper el hielo y sacarte una sonrisa en un momento tenso, de mucha concentración”, cuenta el exarquero.

Pasó el calentamiento y los nervios no se iban. Entraron a la cancha, con el estadio lleno y las hinchadas alentando de un lado y del otro, y los nervios aumentaban. Pero duraron solo un par de minutos más, cuando en su primer partido en primera división, su primer clásico y sus primeros minutos atajando con la Ámsterdam en la espalda, Claudio Flores tapa su primer mano a mano: “Ni bien empieza el partido, le queda una pelota a Rosa mano a mano conmigo. Me amaga a patear cruzado y engancha para afuera, yo giro, me tiro y le tapo el tiro, y la pelota se va al córner. Fue la primera vez que escuché a la Amsterdam gritar ‘¡Flores, Flores!’. Justo tenía a la Ámsterdam atrás. Yo lo que menos pensaba era que la gente me conocía”, cuenta el héroe de aquella tarde.

Aquel clásico estuvo marcado, también, por los dos caños de O’Neill a Nicolás Rotundo, las dos faltas, las dos amarillas y, por lo tanto, la roja, todo en el primer tiempo. Con la hinchada de Nacional encima en el segundo tiempo, Popy Flores ahogó otros varios gritos de gol de rival que se venía arriba, para que Peñarol, con un hombre menos y la rebeldía que lo caracteriza, terminara ganando por mínima diferencia con un golazo de Lucho Romero, que pisó la pelota en el área chica y dejó tirados a un zaguero y al arquero tricolores.

El Clausura de Peñarol fue muy bueno, pero a pesar de las ocho victorias, tres empates y una sola derrota quedó igualado en el primer lugar de la tabla con Nacional, que después de la derrota clásica de la primera fecha se recompuso y peleó el torneo hasta el final. Los grandes empataron con 27 puntos y abrieron fuego en una de las definiciones de Campeonato Uruguayo más intensas de todas para el corazón y las gargantas de los hinchas, que no terminó hasta disputarse cuatro partidos, cuatro clásicos.

Como campeón del Apertura, si el Carbonero ganaba la final del Clausura era campeón uruguayo, pero después de un duro empate 2 a 2 con un penal para cada lado, los tricolores se quedaron con el trofeo y forzaron las finales del Uruguayo después de la definición por penales.

El sexagésimo cuarto Campeonato Uruguayo profesional, del año ‘95, se lo quedaría el que ganara dos de tres finales. El Manya pegó primero y, con gol de Bengoechea, se quedó con la primera final por 1 a 0. Otra vez, si Peñarol ganaba era campeón, pero Nacional, otra vez, ganó el partido que tenía que ganar por 2 a 1, forzó una final más y el cuarto clásico consecutivo en 11 días: el primero se jugó el 5 de noviembre, el segundo el 8, el tercero el 12 y el cuarto el 15.

“Abrieron fuego”, como fue mencionado anteriormente, más que un simbolismo fue una literalidad. Ese año Nacional ganó el clásico del Apertura y Peñarol el del Clausura, Peñarol ganó el Torneo Apertura y Nacional el Clausura, Nacional ganó el primer clásico de los cuatro finales (final del Clausura), Peñarol el segundo (primera final del Uruguayo) y Nacional el tercero (segunda final). Faltaba el último, que determinaba el triunfo para uno y el fracaso para el otro, el tricampeonato para uno y cortar la racha del rival para el otro.

Con el Estadio Centenario dividido en dos, 70 mil personas y con todo en juego, llegó la última final. “El miércoles (15/11, última final) veremos quién es el mejor”, había dicho Gregorio a los medios luego de perder la segunda final, y el mejor fue su equipo. El Bola Lima puso la ventaja para el Carbonero a los 23 minutos del primer tiempo y así se fueron al descanso. A los 15 del complemento, Lucho Romero amplió la ventaja por dos goles y los cánticos de los hinchas de amarillo y negro empezaban presumir algún festejo. Sin embargo, la tensión no demoró en volver porque dos minutos después hubo dos expulsiones, una para cada lado: Bola Lima en Peñarol y Osvaldo Canobbio en Nacional; y enseguida también vio la roja el autor del segundo gol, Romero. A falta de 20 minutos más descuentos, jugaban Peñarol con 9 y Nacional con 10, y los tricolores empujaban en busca de un gol que los pusiera en partido, que llegaría por Fabián O’Neill a los 42 minutos. En ese momento, el nerviosismo de un lado y del otro era palpable, pero duró pocos segundos. El héroe de Uruguay campeón de América, el 10, emblema de aquel plantel aurinegro, que llevaba 11 goles en el campeonato y había convertido en seis de los últimos siete partidos con Peñarol, apareció para sellar el tricampeonato y festejo de los manyas. Faltando un minuto para el final el Profesor Bengoechea puso el 3 a 1 y la casa en orden: el mejor fue el cuadro ganador, que por tercera vez consecutiva se coronaba como campeón del fútbol uruguayo. Tricampeón.

Este artículo es el tercero de una serie que continuaremos publicando durante las próximas semanas, en conmemoración a los 25 años de la gesta del segundo quinquenio de oro de Peñarol.

En este tercer capítulo, repasamos el Campeonato Uruguayo de 1995, el tercero de los cinco.

Leé el resto de las notas acá: