Pasado un tiempo sin hacerlo, es tan difícil como terapéutico volver a escribir.

No encuentro la forma de empezar. Quiero que sea una buena historia pero no tengo el sustento ni el humor adecuado para lograrlo. No hay principio, ni desarrollo ni final feliz. Probablemente esta intención de editorial termine en una simple crónica cuyas consecuencias estarán en manos ajenas… las suyas.

Hace unas horas volvimos de Río. Con el cuerpo diezmado, la garganta rota y los ojos irritados… de llorar, de alegría por la victoria hazañosa, pero también como descarga de esa bronca incontenible que genera el destrato impune y deliberado cuando la autoridad se ejerce de forma injusta y abusiva.

Qué sano es soltar la angustia acumulada tras sufrir las condiciones de ser extranjeros no bienvenidos en una ciudad con una realidad compleja, en la que la vida de las personas vale tan poco.

Confieso que me dolió mucho leer a varios correligionarios señalar con el dedo acusador el accionar de los pibes que, tras defenderse de una agresión con otra, fueron detenidos el miércoles pasado. Sin saber, es mejor no opinar; y mucho menos condenar. Aplica para todos. También para mí.

Por eso, por más que interna e instintivamente me nace cuestionarla, no voy a juzgar la realidad de Francisco, Lorenzo, sus hermanos y su mamá; es la que les tocó, y la enfrentan con entereza. Se defienden de los embates del destino con lo que tienen a mano.

¿Qué tiene que ver una cosa con la otra?, se preguntarán. Intentemos superar el mero análisis lineal que aplicamos usualmente y aparecerán los puntos de encuentro.

Muchas veces debemos hacer a un lado nuestros prejuicios y analizar los hechos desde un punto de vista más empático. La gente -regularmente- se equivoca. Expuesta a determinadas situaciones que ponen en riesgo su integridad, es difícil que respondan de manera acertada.

El 15 de marzo conocí a Francisco, un niño uruguayo de unos 11 años que vende empanadas caseras en las playas de Río de Janeiro. Al día siguiente lo acompañaba uno de sus hermanos mayores: Lorenzo, de 14. La conversación derivó de inmediato en algo que nos une: Peñarol.

Pocos datos me ayudaron a contextualizar: nacieron en el interior de Uruguay, estuvieron un tiempo en Chuy y hace un año viven en una favela; no pueden estudiar porque no cuentan con la documentación necesaria. No quise indagar más porque sentí que todo lo que fueran a decir empeoraría mi estado de ánimo. Sí, un egoísmo rampante que prefiero reconocer antes de dibujar alguna excusa barata.

Todos los días bajan a la arena con un gran tupper decorado con corazones y caminan descalzos de Leblon a Leme hasta vender la última empanada elaborada por su madre. Sí, ya sé, trabajo infantil. En Río de Janeiro, miseria y explotación son parte del paisaje y -lamentablemente- la mayoría lo incorporamos como algo instalado e inalterable.

Al final de esa jornada (en medio de una despedida de soltero) surgió la conversación entre amigos y nos cuestionamos si, comprándoles, no estábamos fomentando la continuidad de estas circunstancias. Concluimos que cambiar esa realidad trascendía a decisiones particulares y lo único que podríamos hacer era ayudarlos a estar sanos, alimentados y volver con su jornal.

Personal y humildemente, se me antojó regalarles un momento de felicidad.

La tarde siguiente les comenté que volvería a Río para el partido de Peñarol con Flamengo y prometí llevarle una camiseta a cada uno. Sus ojos se iluminaron, pero un lógico escepticismo los embargó… la sensación fue: querían creer pero les costaba mucho confiar. Parecen menos inocentes que el promedio de los niños de su edad, pero -seguramente- más de una vez los hayan engañado.

En ese momento le escribí un mensaje al querido ‘Pepe’ de AUGE Deportes. “Francisco 11. Lorenzo 14… No son los números, son las edades para los talles… después te explico bien”. Días antes de volver a la ‘Cidade Maravilhosa’, respondió: “están las camisetas, venite y las estampamos”. De yapa, me dio sin costo dos banderines y pegotines de Peñarol que viajarían para completar el regalo.

La primera jornada en Copacabana no los encontramos ni los vimos pasar. A cada vendedor que nos ofrecía algo le consultamos por ellos y la mayoría los reconocía por su bonhomía y simpatía. Recurrimos a las redes para que los cientos de manyas que viajaron se sumaran a la búsqueda para cumplir con lo pactado y la reacción fue la esperada: nadie preguntó el motivo, todos colaboraron.

El miércoles apareció ‘Panchito’ de la mano de una vendedora cuyo nombre no retuve. Recibió su camiseta; se la puso y la besó, empañando los ojos de unos cuantos. Conversó con varios hinchas, vendió todas las empanadas ahí mismo y, antes de irse, un gran amigo le regaló una entrada y la posibilidad de ir a ver a Peñarol por primera vez en su vida. Al Maracaná, repleto, ante Flamengo. Soñado.

Tengo la dicha de conocer a muchos carboneros que han sacrificado horas de familia, descanso, trabajo o estudio para acercarle el Club a personas que jamás vieron siquiera un partido pero sienten a Peñarol como algo propio y son parte del inmenso Pueblo Carbonero. De ellos aprendí que en estos detalles está la esencia. Y, más allá de la emoción, sentí la satisfacción del deber cumplido.

En una charla con ‘el Gallego’ Prado y ‘el Bola’ Boragno, dos fieles representantes de esta forma de vivir a lo Peñarol, surgió la frase: “los que no tienen nada, son los que más valoran… este pibe nunca vio a Peñarol y mirá cómo lo siente”.

Sí, moviliza. Sacude las fibras más profundas. No hay vuelta.

Fernando Bordoni (‘Nando Peñarol’, para muchos de nosotros), otro manya ejemplar al que quisiera poder imitar con mayor constancia, me escribió: “Peñarol es una forma de vida, así se respeta y se vive día a día, en todo momento en cualquier lugar. Para un hincha de Peñarol nada más lindo que un obsequio de nuestros colores y nada más grande que esa camiseta”. Nada que agregar.

Lorenzo no había bajado esa mañana y coordinamos para la siguiente pero -por razones que los que fuimos conocemos- fue imposible hacernos visibles en la playa. Tuvimos que irnos y dejamos el regalo en manos de sus colegas: Lorena y Romina, dos argentinas que laburan en la playa, se comprometieron con la causa y cumplieron de inmediato con el cometido.

El viernes amanecí con el video de agradecimiento de Lorenzo (camiseta en mano) y la sonrisa cómplice de Francisco; y sí, otra vez se anudó la garganta.

El efecto multiplicador de redes sociales generó respuestas de todo tipo y varios llamados. Entre ellos, el de uno de los responsables de Padreydecano que me dijo: publiquemos esto en el sitio para que la gente conozca la historia y podamos ayudarlos.

Quedé en una posición incómoda. Sin falsa modestia. Sé qué motivó lo que hice y el valor que tuvo, pero contarlo en primera persona puede sonar a autobombo. Entonces resolví difundir esta anécdota con la intención de dar un paso más…

Mostrar la infinitésima parte de la realidad de estos dos gurises es la punta de la madeja. Hay mucho por hacer. Por ellos allá y por otros tantos acá. Hacia eso hay que apuntar. Las Peñas lo realizan constantemente con escaso apoyo y su visibilidad es mínima al lado de la dimensión de la tarea que desarrollan.

Se me ocurrieron algunas acciones que veré cómo hacerlas llegar al Club a través de otras personas, para evitar que sean vetadas por miserias políticas que ponen su origen por encima de su fin.

Institucionalmente y por diferentes motivos Peñarol se ha alejado de un segmento importante de su gente. No lo digo yo con mi espíritu crítico, lo demuestra la convocatoria y la palpable y triste división entre hinchas.

Está en nosotros recuperar la esencia y volver a unirnos. Apoyar las acciones comerciales que generan ingresos con los que tener equipos competitivos y solventar todas las actividades, pero también tener presentes a los que no pueden y también son parte.

“… subir, bajar o reaccionar; buscar salidas”.*

Fatiga

(*) El título y el cierre de esta especie de editorial son fragmentos del tema “Tres” de Callejeros.