Esa frase es parte de una canción que muchas veces hemos entonado los hinchas de Peñarol. “No se dan cuenta que vos sos mi vida”, más precisamente. Y los destinatarios de tales estrofas podrían cambiar perfectamente en la mañana de hoy.

Cualquiera con un rato de tribuna sabe qué es lo que el hincha promedio pretende de un jugador que se viste con la camiseta que llevamos con orgullo a todas partes: esfuerzo, sacrificio, tenacidad, rebeldía y, en todos y cada uno de los casos, victorias. Porque la historia del Club así lo indica: Peñarol debe ganar; y si no lo logra, por lo menos, los jugadores y entrenadores tienen que haber hecho todo por conseguirlo.

Eso no se ve; eso se perdió. No sé cuándo ni cómo pero no está, no aparece y hace mucha falta. Tanta, que la tristeza trasciende al mero resultado deportivo. El dolor es en el alma. Muchos estamos anímicamente devastados: desilusión, decepción, ira… una gran impotencia.

Cada vez que salimos de un estadio tras haber visto a los jugadores perder sin entregarlo todo, los que sentimos estos colores como parte importante de nuestras vidas, nos vamos con un dolor irreparable. Y eso, de un tiempo a esta parte, sucede sistemáticamente.

Es difícil esperanzarse cuando las demostraciones son las que venimos soportando últimamente. Si la ilusión se renueva es por esa motivación irracional e incondicional de estar en el lugar donde aparezca la camiseta amarilla y negra.

Es en vano detenerme en cuestiones de juego o estrategia (que han dejado bastante que desear). Prefiero ir a lo profundo. Los jugadores de Peñarol no vibran, no contagian, no muestran lo mínimo esperable. Todos sabemos que podemos soslayar ciertas carencias técnicas si se compensan con amor propio, disciplina, atrevimiento, picardía… Ha pasado infinidad de veces con la gente de Peñarol: perder puntos o un partido está dentro de las posibilidades, pero jamás sin demostrar que vendiste cara la derrota.

Aquellos hombres con habilidades -de cierto modo y sin faltarle el respeto- limitadas, superaban tales condiciones con vergüenza. Demostraban sufrimiento si las cosas no se daban y su mayor preocupación era cumplir con el Club, que es su gente. Y les fue mucho mejor que a los que hoy ostentan un lugar en el plantel.

Nosotros somos arroz, Gregorio… estamos para acompañar” me confesó que le decía el Canario Olveira a su entrenador. Y emociona la humildad y fidelidad: porque es realista y da la pauta de conocer su rol a la perfección.

¿Dónde fueron a parar esa clase de jugadores a los que nadie se llevaba puesto en una pelota dividida? No lo sé, pero en el Peñarol de los últimos años se cuentan con una mano.

El fútbol cambió. El tiempo pasa y, si nos ponemos a pensar, no podemos pretender que los comportamientos sean idénticos a los que admiramos de otras generaciones. Pero en esto de Peñarol hay poco de razón y mucho de pasión. Entonces, queremos que los jugadores sepan lo que sentimos.

Probablemente el insulto no sea el mejor camino, claro está. Pero la indignación ante una injusticia se suele canalizar así. Y uso estos términos para dejar algo en evidencia: todos (o casi) los que nos paramos del alambrado para atrás soñamos alguna vez con estar adentro de la cancha y dejar la vida por los colores. Resulta insoportable ver que no lo viven como nosotros.

Piensen lo que siente alguien que no puede vivir de hacer lo que le gusta y ve a deportistas profesionales caminar mientras van perdiendo… Ese laburante que mete diez o doce horas por día para cumplir con su familia y hace horas extra para pagar una entrada e ir a ver a Peñarol, y observa que los funcionarios mejor rentados de la institución deambulan en la cancha sin respuesta anímica. Pónganse un instante en su lugar sin siquiera reparar en que ese hincha gana en un año lo que un futbolista del plantel gana en un mes…

Los jugadores de Peñarol están en un lugar privilegiado y deben saberlo, sentirlo y respetarlo; darse cuenta lo que significa su “trabajo” para más de medio país y obrar en consecuencia.