Con el título de “Peñarol de los Milagros”, la famosa revista deportiva argentina “El Gráfico” publicó la siguiente hermosa y emotiva nota de su enviado especial, el prestigioso periodista “Juvenal”, que ofrecemos como testimonio de la prensa extranjera de nuestra nueva hazaña.

“Hay sensaciones que sólo pueden ser expresadas en primera persona del singular. Es el caso de la finalísima de la Copa Libertadores que presencié el sábado en Santiago de Chile. A 224 horas del hecho, sentado en la comodidad de la redacción de “El Gráfico”, todavía estoy temblando de excitación. No puedo sacarme de adentro todo el dramatismo, toda la intensidad emocional de esa definición increíble. Y agradezco al destino haber estado del otro lado de la cordillera. Asistiendo a esa locura que se desató en cientos de uruguayos que nunca dejaron de alentar a los suyos; contemplando la desazón y la angustia que desplomaba en sus asientos a los colombianos que tampoco habían dejado de gritar ¡Dale rojos! Son esos momentos únicos, vibrantes, inolvidables, que sólo ese juego apasionante y hermoso que es el fútbol puede brindar en plenitud.

Porque todo cambió en menos de un segundo. El tiempo que tardó la pelota en partir del empeine izquierdo de Diego Aguirre y sacudir la red del arco de Falcioni. En ese instante, el reloj electrónico en lo alto del estadio señalaba que se habían jugado sin descuento, 14 minutos y 58 segundos del período final del alargue. Apenas un minuto antes, o menos, los suplentes del América, enfundados en sus buzos de color rojo intenso, pugnaban por meterse en el campo de juego a festejar la Copa que era suya, que no podía tener otro destino que una vitrina de la ciudad de Cali. Los uruguayos refugiados en sus buzos amarillos, todavía se lamentaban de la oportunidad perdida por centímetros, cuando el remate cruzado desde la izquierda por Jorge Milton Villar se fue junto al palo izquierdo de Falcioni, sin que la estirada de Ricardo Viera llegara a desviarlo hacia la red. Esa acción había paralizado todos los corazones ante la inminencia del gol uruguayo. Miré instintivamente el reloj. Marcaba 13 minutos, 49 segundos. A un minuto y medio del final ¿podía repetirse una oportunidad semejante? Me lo pregunté y me respondí que no. Que ya la suerte estaba echada. Que era el final de un hermoso sueño acariciado por ese grupo humilde y altivo, bien uruguayo, que conduce Oscar Washington Tabárez.

La lógica más pura, el razonamiento más objetivo y desapasionado, me indicaban que no podía existir en el mundo un equipo de fútbol que todavía guardara en su alma y en sus músculos, en su corazón y en sus tobillos, en su mente y en sus fibras nerviosas; ese resto de lucidez, fervor, energía, entereza y potencia capaz de producir el milagro en el escazo tiempo que faltaba. Había que penetrar una defensa que cerró muy bien todos los caminos hacia Falcioni, durante 119 minutos. Era necesario producir la maniobra profunda, certera, directa y decisiva luego de casi dos horas de lucha enconada, áspera, trabada, cortada, psicológicamente desgastante y físicamente agotadora.

No. Lo que el corazón de los uruguayos que seguían reclamando en su batir de parches, en su grito cada vez más ronco de “¡PE-ÑA-ROL! ¡PE-ÑA-ROL!” desafiaba todas las leyes de lo razonable. Era, nada más y nada menos, que un milagro.

Todo lo que había pasado en los noventa minutos de juego, técnicamente deslucidos, por momentos tediosos como espectáculo, pareció concentrarse en los últimos 15 minutos del alargue. Lo veía más entero físicamente, controlando la manija psicológica de la lucha, el cuadro de Willington Ortiz, por entonces el mejor futbolista que mejor andaba de arriba y de abajo, América había perdido dos piezas importantes con la salida en camilla de Ricardo Gareca (desgarrado a los 80 minutos) y la expulsión del paraguayo Cabañas, juntamente con el lateral José Herrera, por mutua agresión, en el minuto 74. Pero el hombre de los goles decisivos, la gran carta del triunfo uruguayo, el tenaz Diego Aguirre, seguía apretado por la marca dura y sin contemplaciones de Aponte y Espinoza. Además, lo notaba realmente cansado. Cuando un jugador se baja las medias, está a una cuarta del calambre. Y en esas condiciones, tal como se lo veía de arriba al goleador de Peñarol, es muy difícil inventar y ejecutar una jugada decisiva. Un rato antes Aguirre se había perfilado para rematar de izquierda. Se demoró esa décima de segundo suficiente para que el defensor alcanzara a pellizcarla al corner.

Además desde el banco del América siguió la triquiñuela inesperada, una actitud tramposa que ponía más piedras en el camino de la hazaña aurinegra: con intervalo de medio minuto o menos, tiraban a la cancha una pelota extra para que hubiera en el campo dos balones y se produjera la interrupción del partido. El autor de esa deslealtad fue especialmente el expulsado Cabañas. Cada vez que el bravo Obdulio Trasante pescaba una de esas pelotas intrusas, las devolvía con rabia a las tribunas. Al ratito, había otra pelota sobrante en la cancha. Era para destrozarle los nervios a cualquiera. Pero los jugadores uruguayos no acusaron el impacto. Mientras Trasante las devolvía como para que no aparecieran más, sus compañeros seguían pensando, con tozuda insistencia, con admirable fijación, en la red de Falcioni.

Ya no quedaba tiempo para nada. Jorge Goncálvez, usualmente back central, ingresado por el lesionado José Perdomo, había recibido un golpe muy feo de Cabañas en la boca. Pero seguía empujando. Aguirre sentía que debajo de su ojo derecho, el puñetazo del mismo Cabañas iba aumentando el dolor del hematoma. Pero seguía buscando. Hasta que llegó el milagro faltando apenas dos segundos para bajar el telón. El cabezazo de Viera, toque adentro de Villar, la filtración por la izquierda de Aguirre dejando en el camino a los marcadores centrales del América, el medo giro y el zurdazo clásico, cruzado, a media altura, buscando el palo más lejano. Toda la vibración, la belleza, el fútbol en su máximo esplendor que habíamos esperado en vano durante 119 minutos estaba ahí. En esa red que se sacudía a espaldas de Falcioni. En la explosión inenarrable del gol. En el maravilloso festejo de la victoria.

A 24 horas de ese momento, repaso lo ocurrido, vuelvo a vivirlo y reafirmo el concepto inicial: el fútbol es único. Pero a la sentencia le falta un cierre que la perfeccione y le otorgue justicia: Peñarol también es único.