Los nervios y la ansiedad jugaban su partido a parte. El tarareo o chiflido de alguna canción de cancha se hacía presente en el ómnibus, en la calle, en el trabajo y en las casas. ¿Cuánto falta? ¿Por qué pasa tan lento el tiempo?, me pregunté a mí mismo.

Los días se hacían eternos. Las agujas del reloj parecían inmóviles cada vez que miraba de reojo. No era un partido más. Era el clásico. Sí, contra ellos. Contra el tradicional rival de todas las horas.

La previa no podía faltar como rutina a un clásico. Las cervezas pasaban de mano a mano, o los asados se acompañaban con un vino, porque tomando vino voy a ver a Peñarol. La juntada con los pibes horas antes es costumbre cuando juega el manya.

El domingo había llegado y yo no tenía otra cosa que hacer que solo ver al carboné. Las calles se pintaban de amarillo y negro. Camisetas, gorros y los gritos de ‘hoy hay que ganar’ se empezaban a persuadir en las cercanías al Estadio Centenario. Largas filas y un estricto control de seguridad se podía apreciar desde cuadras. El olor a marihuana se hacía presente en cada rincón del recinto. Olor a Ámsterdam.

Poco a poco la gente iba llegando. Niños, hombres, mujeres y abuelos que se situaban en su lugar de siempre. Ese lugar sagrado que nos vio emocionarnos, llorar de alegría, y también vivir momentos difíciles, porque así lo depara la historia. La historia mística de Peñarol. El calor desbordaba por completo y el sol jugaba su partido a parte en plena tribuna. Los helados se iban de la mano de los vendedores y el agua era tesoro preciado para todos los que estaban en la tribuna.

No faltaba nada para que el partido comenzara. Los globos iban de mano en mano, y a puro pulmón se iban inflando para decorar una tribuna en amarillo y negro. Los jugadores salían a calentar y la tribuna caía abajo. El aliento no cesaba, mientras los de enfrente solamente miraban. Hoy hay que ganar, si la vuelta quieren dar.

El reloj marcaba las 16 y desde lo más alto bajaba un gigantesco telón amarillo y negro acompañado de miles de gargantas que se hacían oír con el olé olé, olé olá vamo´ el carbonero, vamo’ a ganar. El humo en color amarillo era parte de un infernal recibimiento. Sí… qué locura más hermosa es ser carbonero.

Otro día en la oficina. Otro día que a pesar de los altos precios la gente estaba ahí, porque con el Carbonero nos sentimos bien.

Mathias Tilve