El camino al campeonato uruguayo de 1997 estuvo lleno de obstáculos. Y no era para menos, ya que el Decano iba en busca de su quinto título consecutivo, algo que no lograba un equipo uruguayo desde 1962. Justamente, con el primer Quinquenio de Peñarol. El 25 de octubre de 1997, se jugó un partido definitorio contra Cerro. Veintitrés años después, lo recordamos.

El decisivo clásico del 4-3 fue una prueba de fuego, una nueva demostración de rebeldía y amor propio. Aquel día, el plantel aurinegro dejó en claro las enormes diferencias que existen entre vestir la camiseta del club del pueblo y usar la de otros equipos, sin mística y sin personalidad. Pero no fue, de ninguna manera, el último escollo que debió superar el manya.

El 25 de octubre de 1997, el Decano debía enfrentar al Club Atléico Cerro, por la décima fecha del Torneo Clausura. La carrera al título obligaba a Peñarol a tener que ganar todos sus partidos para mantenerse con vida y pelear por el ansiado Quinquenio. Cada partido era una final, literalmente hablando.

Aquella lluviosa tarde de sábado, el mirasol abrió el marcador a los 13 minutos por intermedio de Luis Romero y estiró la ventaja a los 16 con gol de Antonio Pacheco. El partido parecía bien encaminado, pero dos goles de Cerro en la recta final del primer tiempo (35′ y 39′), igualaban las acciones y golpeaban duro en el vestuario carbonero.

El segundo tiempo fue encarado con alma y vida por parte de Peñarol, que logró ponerse en ventaja una vez más gracias a Romero a los 59 minutos. Pero a los 65′ un gol de Alvaro González puso el 3 a 3. Partidazo.

Peñarol necesitaba ganar para mantener viva la ilusión, aunque no dependía de sí mismo. De hecho, para poner en contexto estos minutos finales, vale la pena repasar la situación del torneo y aquel fin de semana tan particular. El aurinegro debía triunfar el sábado y esperar que un traspié de Defensor lo mantuviera con vida. Obligatoriamente los violetas debían ceder puntos en alguno de sus encuentros, para que Peñarol pudiera meterse en la definición del torneo. Y, aquel domingo, los del Parque Rodo jugaban contra… Nacional.

Como era de esperarse, la semana previa tuvo un ambiente sumamente caldeado. Por un lado, la hinchada tricolor que amenazaba a sus jugadores para que «vayan para atrás» contra Defensor y se cortaran así las aspiraciones carboneras; por otro, los dirigentes albos y una bajada de línea para salir a jugar «con suplentes» y por el otro, los futbolistas que intentaban salvar su orgullo personal a pesar de la cobardía de su club.

Pero volvamos a la tarde del 25 de octubre. Peñarol está empatando 3 a 3 y ve como se desploman sus chances de alcanzar el Segundo Quinquenio. Ya estamos en los descuentos y el estado de la cancha apenas permite darle un pase de forma poco ortodoxa al compañero. La lluvia es torrencial y el relator emite unas palabras tan dolorosas como ciertas, hasta ese entonces: «Así termina una historia llamada Quinquenio». Ya está, no hay tiempo para nada más. Se derrumbó el sueño. Encima la última jugada del partido es un ataque con solo 4 jugadores de Peñarol. ¡Mirá como perdemos el campeonato!

Cancela no llega a pasar la mitad de la cancha y se la da al Tony. La pelota quema. Recibe, levanta la cabeza y lanza para De Lima. Solo dos jugadores en ataque. «Flojísimo lo de Peñarol», decían los que siempre se paran en la vereda de la tristeza, la opuesta a nosotros. «Y si, estaba visto, viejo. Hace cinco años que los manyas vienen jugando al pelotazo, tenían razón los periodistas. Son un desastre».

Y ahí, justo ahí, lo inexplicable. El «pelotazo» no se pierde afuera, pica y queda justa para el latigazo de zurda de Juan Carlos de Lima. Desde afuera del área, casi sin mirar al arco (o sin mirar, mejor dicho). Sube, baja, el golero solo atina a verla pasar. Esa pelota tiene destino de gol. De gol no, de golazo. Y el verdadero destino no es la red, sino el corazón del hincha. «La pelota para De Lima… ¡Golazo!». Si prestamos atención, en apenas unos días vamos a escuchar un relato similar. Increíble. El Peñarol de los milagros, más vivo que nunca.

Salimos del estadio y la lluvia parece no tener fin. «Bueno, nosotros cumplimos. Hay que esperar a ver que pasa mañana», se comenta entre los hinchas del club del pueblo. Igualmente nadie quiere hacerse ilusiones. En la radio, seguimos escuchando que la mística de Peñarol no es eterna y que en algún momento se nos va a terminar la suerte. Que otro partido así va a ser muy difícil de ganar y que si nos seguimos jugando a la pelota salvadora, el Quinquenio no va a llegar.

El final todos lo conocemos. Nacional le ganó a Defensor con gol de Juan Ramón Carrasco, al que insultan hasta el día de hoy, porque los hizo jugar un encuentro definitorio con Peñarol. En la semifinal, nuevamente venció el Decano, tras ir dos goles en desventaja. Dos veces en 15 días, pero por las que duelen. Y en la final contra los Violetas, un trámite para conquistar la gloria.

A lo Peñarol, toda la vida.