Volvió la Copa Libertadores y volvieron las crónicas de viaje. Pero esta vez cedimos el puño a nuestros amigos de la Peña Oro y Carbón de Argentina, porque su historia fue mucho más divertida que la nuestra:

El bolillero determinó a finales de diciembre que el primer partido de la Libertadores era en Cochabamba y en mi cabeza invadió la idea de que tenía que estar ahí: sin auto, ni vacaciones, ni charla previa con la familia. Solo un amigo que vive en Cochabamba y las ganas de viajar.

Con Lucho habíamos hablamos veinte veces que teníamos que ir al primer partido de la copa sin importar el destino. A Luis fue fácil de convencer, y con él, el auto. Luego Ángelo, con quien había viajado a Asunción el año pasado y por su oficio, camionero, nos garantizaba horas y horas de manejo. Por último, Martín, al que le mandé un mensaje: “voy al grano, ¿vamos a Bolivia?”. Listo, plantel completo y a esperar.

Un par de meses de ansiedad y unas últimas semanas de insomnio hasta que el sábado 4 de marzo arrancamos. Mi amigo en Cochabamba me había recomendado ir por el oriente boliviano, pero, nosotros, porfiados, le hicimos caso al GPS que nos cantaba 200 km menos si íbamos por el altiplano. Craso error en cuanto al tiempo y gran acierto en cuanto a la aventura que íbamos a vivir.

21:30 de ese sábado, reunidos en el Bar El Carbonero, en la ciudad de Pilar, a 60 km de Buenos Aires, propiedad de Luis, luego de comer unos chivitos, arrancamos rumbo a Zárate, donde nos íbamos encontrar 22:30 con Ángelo que llegaba de Fray Bentos. La planificación era la mejor: hacer 1500 km hasta Salta ese día, donde íbamos a ser recibidos por la gente de Peñarol de esa ciudad, que nos brindaba la sede para dormir esa noche. El objetivo era tratar de llegar el otro día a Oruro y el martes temprano partir rumbo a Cochabamba.

No se pudo cumplir. En algunos casos para mejor, y en otros, para peor. Le avisé a la gente de Peñarol de Salta que no íbamos a parar y le metimos hasta Humahuaca para llegar justo a la celebración nocturna de la “muerte del carnaval”… entramos al pueblo deseando comer y buscar un hotel para descansar …. Pero ni bien entramos al pueblo nos tiraron un talco por arriba y nos ofrecieron algo para tomar; era el lugar indicado en el momento indicado.

Participamos de esta hermosa y generosa fiesta popular, mezcla de culturas precolombinas y adquiridas a los conquistadores. Esa mixtura de Carnaval cristiano con adoración a la Pachamama que tan bien cae, nos vino ideal. Era un pueblo, en el cual todos los habitantes mayores de 16 años, se encontraban borrachos. Cantaban, bailaban y recitaban raras oraciones y nos convidaban con bebidas interesantes. Por supuesto, los viejos del grupo, abandonamos rápido porque la planificación era primordial, pero los jóvenes siguieron esa especie de procesión de borrachos y adoradores de la Pachamama hasta varias cuadras donde se encontraron rindiendo culto a la madre tierra.

Al otro día, luego de luchar por despertar a los púberes, salimos rumbo a la frontera. La Quiaca, la ciudad Argentina más alta nos esperaba para internarnos en suelo boliviano, al fin. En la frontera, los buenos empleados de la aduana nos comunicaron que los vidrios deberían tener grabados todos la matrícula. Nos miramos extrañados por tan extraña exigencia y nos mandaron a la comisaría del pueblo que allí un policía lo hacía al módico precio de $ 100 argentinos por vidrio.

En vez de bajar la cabeza, fuimos hasta ahí y logramos que lo hiciera bastante rápido y por $ 70 cada uno. Volvimos a la aduana, no le dieron bola a los vidrios, y luego de un par de horas, pudimos cruzar la frontera. Comimos en Villazón, una especie de Chuy boliviano, con gente vendiendo de todo en las calles y con el caos necesario para ser calificada como ciudad limítrofe.

Intentamos comprar un chip boliviano, imposible. A las 13 cierra todo y abre a las 17. Y eran las 13:30. Nos fuimos. No sabíamos qué nos íbamos a encontrar en el camino, pero teníamos seguro el destino: ver al manya al otro día. La distancia y el tiempo eran razonables: poco menos de 1000 km para hacer en 30 horas. Íbamos a tener tiempo hasta para dormir.

Empezamos a subir montañas y montañas. Los tiempos se complicaban y los controles policiales atrasaban todo. Llegamos a Potosí mucho más tarde de lo previsto, pero al faltar 300 km para Oruro, decidimos seguir. Fueron 300 km interminables y la noche nos agarró a 4000 mts de altura, entre montañas altísimas e incontables crucecitas al lado de la ruta que indicaban que en ese camino muchos habían rodado por esos precipicios.

Pero a nosotros no se nos fue la pelota por abajo del pie, levantamos la cabeza y nos convencimos de que si queríamos estar al otro día en la cancha, teníamos que meter esa noche y a 50 km/h de promedio, casi 6 horas después, llegamos a Oruro. La segunda ciudad más alta del mundo, a más de 4000 mts sobre el nivel de mar. Llegar a Oruro, o cualquier ciudad del oeste boliviano, a las 12 de la noche con pocos pesos bolivianos en la billetera, mucha hambre y sin hotel, no es lo recomendable. Conseguimos hospedaje convenciendo al recepcionista de que al otro día cambiábamos plata y le pagábamos.

A esa altura, habíamos perdido contacto con todo el mundo, y solo los hermanos bolivianos, bastante introvertidos en esa zona de su patria, eran nuestro contacto con el planeta. El wifi del hotel no funcaba y nadie tenía señal.

Llegó el día del partido y aún quedaban 214 km que nos separaban de Cochabamba y sobre todo de Peñarol. Arrancamos con el tanque semi vacío, urgía conseguir nafta. El detalle: no cargan en cualquier lugar. Solo en las estaciones YPFB atienden a autos con matrículas extranjeras a un precio de USD 1.20 para los extranjeros (el doble).

Conseguimos una estación a 40 km de Oruro y antes de internarnos de nuevo en las montañas, interminables. Tras hablar con el pistero logré que llenara el tanque a precio boliviano. Pero, siempre hay un pero. Acá dicen que la Pachamama no quiere cosas chanchas: y apenas 5 km de allí, la hecatombe, una piedra en la mitad de la ruta nos rompe el tanque de nafta.

Habíamos hecho 2500 km, faltaban 7 horas para el partido y rompemos el tanque de nafta. Se nos vino el mundo abajo, pensamos que todo estaba perdido y para peor, estábamos perdidos nosotros, en el medio de la nada, en un mundo desconocido, a 3 mil y pico de metros de altura y tan cerca de nuestro objetivo. Nos mirábamos, desconcertados. Llevamos el auto a la estación y empezamos a buscar señal en los celulares. Cuando conseguimos, salió la garra carbonera, porque no estábamos dispuestos a dejarnos ganar mirando como los demás tocaban y tocaban la pelota, no, algo íbamos a hacer.

Llamé a mi amigo en Cochabamba, me pasó un teléfono de un sobrino en Oruro, y una hora después, estábamos arriba de una camioneta (“Surubí” le llaman ellos) rumbo a Cochabamba y el auto rumbo a Oruro a un taller. Se nos multiplicaban los gastos, pero una tarjeta de crédito y una de débito nos iban a salvar, o al menos eso calculábamos. Lo importante estaba 200 km más adelante.

Cuatro horas después, estábamos almorzando en la casa de Alfonso, mi amigo, en algún barrio de Cochabamba. A la hora del partido estábamos en la tribuna, los 5, con los trapos y garganta preparada.

Nos quedamos 2 días en Cochabamba esperando el auto que estaba en Oruro, del otro lado de los picos altísimos de esa cordillera que parte en dos a Bolivia. Todos tenemos una familia que nos espera, pero el sentimiento por Peñarol es tan fuerte, y nuestras familias lo saben. En todo momento nos apoyaron y nos dieron la tranquilidad de saber que si bien nos esperaban, nos entendían perfectamente.

Debo reconocer que en esta ciudad se arrimó a nosotros el señor Marcelo Areco, nos apoyó y nos dio ánimo. Gran gesto de alguien que estuvo atento a nuestra travesía. Si este relato fuera un libro y en él escribiría los agradecimientos, uno de ellos sería a él.

Descubrimos una hermosa ciudad como Cochabamba y a un gran tipo como Alfonso, que nos brindó su casa y hospitalidad y, siendo él hincha del Wilsterman, no habló del partido en ningún momento.

Cuando por fin el auto estaba listo, decidimos volver por el oriente, que si bien el trayecto es más largo, son nada más que 200 km de montañas y luego, 700 de llano. En Bolivia las distancias parecen más largas que en nuestros países, interminables rutas, pero con paisajes increíbles.

El jueves, en el trayecto Cochabamba-Santa Cruz de la Sierra, rompimos una cubierta, y otra vez a cambiar lo proyectado. Seguimos hasta Santa Cruz, donde llegamos ya entrada la madrugada. El viaje deparó 580 km más en suelo boliviano, hasta Yacuiba. “Ojo con los animales sueltos en esa ruta” nos dijeron varios. Y sabían lo que decían, ya en la ida, entre Potosí y Oruro, tuvimos un accidente con un cabrito que se cruzó inesperadamente. Se rompió el paragolpe del lado izquierdo. A la vuelta, todo tipo de animal suelto cruzaba la ruta como quien se cruza con su perro en el patio de su casa: chanchos, vacas, llamas, cabras, burros. Varios puestos de control policial y peajes y una lluvia torrencial hicieron que esos casi 600 km nos llevara casi 9 hs recorrerlos.

Llegamos a la frontera en Yacuiba, cruzar la frontera. El caos que reina es terrible, nadie sabe nada, se pierden minutos buscando por dónde empezar el trámite, luego, en hacer cola y por último en corregir lo que hicimos mal. Después de hora y media, por fin, con trámites terminados (no había más de 4 autos delante) llegamos a la revisación de la aduana argentina; comprendo que nuestros aspectos ya era de delincuentes fugando de alguna cárcel boliviana, pero la manera en que revisaron el auto parecía un poco exagerada: levantaron los asientos, golpeaban las puertas a ver si caía algo, etc..

Dejábamos Bolivia, un país increíble, con tremendos paisajes y climas. De Oruro a Cochabamba hay 200 km de distancia, pero también 1500 mts de altura y 30 grados de diferencia. El frío de Oruro es llamativo, no venden bebida fría en los bares, nadie la pide. Dos países distintos, el altiplano por un lado, lleno de historia, comunidades indígenas que jamás pisan una ciudad, casas de adobe de barro y paja, pueblitos al costado de la ruta, casas colgando de las montañas, donde conseguir agua para el mate es una tarea imposible en algunos casos; y el oriente, con selvas amazónicas, cerradas, con 6 mts de lluvia anual, largas planicies, petróleo y ciudades enormes y cuasi europeas.

La noche la pasamos en Tartagal. Pegado al hotel, un casino. Entré a probar suerte, y tuve. Y no yo solo, también Martin que me acompañó. Dos veces metí pleno al 29 y él una vez al 32. Redondeando: me encontró el día a los abrazos con un hincha de Central Norte de Salta en la barra de un bar donde entramos a tomar “una”. Queda para la próxima visita, ir a buscar la camiseta de Central Norte, ya que con el mareo que traía la dejé en la barra del bar y queda para la “próxima” también la camiseta de Peñarol que le prometí a cambio (“voy al hotel y vengo, ya te la traigo”, prometí engañosamente).

El sábado dormí 200 km sin parar. Me despierto con otro problema mecánico: las cubiertas que compramos en Bolivia, eran más anchas que las que usaba el auto y rozaban cada vez más la chapa del auto. En una gomería del camino, pasamos las ruedas de atrás para adelante y viceversa. La idea era llegar a Córdoba esa noche pero una llamada recibida hizo que mis planes cambiaran, y en Santiago del Estero me bajara y me viniera urgente a Buenos Aires, por un tema personal. Ellos siguieron y llegaron a Buenos Aires sobre las 15 del domingo.

Más de una semana de aventuras, de risas, de sorpresas, de cantos, de malos humores, de esperanza y desazón. Una semana de un grupo de anormales, que un día se propusieron hacer casi 6000 km, dejando todo, como dice la canción, para ir a ver al manya, donde sea. Y no nos hicimos echar tirando una patada criminal, ni nos caíamos o resbalábamos cuando parecía que todo estaba perdido, no se nos iba la pelota por abajo del pie, o si se iba, la íbamos a buscar con más fuerza. Cuando más parecía perdido el partido, más metíamos; no nos iba a ganar la circunstancia así nomás, agarrándonos de brazos cruzados, como si no pasara nada. No, levantamos la cabeza y metiendo y metiendo, llegamos a Cochabamba con el tiempo justo para ver a Peñarol.

Y eso es lo que le pido al equipo, no le pido que gane, porque se puede perder porque el otro es mejor, le pido entrega, le pido que deje todo, como dejamos los hinchas por este amor inexplicable, incondicional, religioso. Porque, y esto es una verdad irrefutable, los jugadores y técnicos pasan, los que quedamos, para toda la vida, a pesar de las distancias y las derrotas, de las desazones y el tiempo, los que quedamos siempre poniendo el pecho ante las tormentas, somos los hinchas.
¡Peñarol nomá!

Escrito por Diego