Me acuerdo cuando éramos unos gurises y parábamos en el «Súper Panda», por Ferrer Serra y Requena, antes de ir a la cancha. Le comprábamos unas frías al «Yogui», más alguna que él invitaba y arrancábamos todos juntos para el estadio.  A veces tirábamos unas carnes a la vuelta, cuando había algo que festejar; y cuando no, también.

Había un vecino, muy mayor él, que se arrimaba cuando nos veía por salir a la cancha, o cuando volvíamos. El señor escribía crónicas de los partidos, y utilizaba términos anglosajones o sus deformaciones, propios de los inicios del fútbol, y muy comunes en la primera mitad del siglo XX por estas latitudes. Había terminado la escuela a sus 80 años, pero la realidad es que escribía muy bien. El golero era «goalkeeper», los zagueros eran «back» o simplemente «bá», los laterales «half» o «já», el 9 era el «centro forward», la cancha era el «field», el juez de linea era el «linesman» y los punteros eran el «wing» derecho y el «wing» izquierdo, entre muchas otras. Era como leer un artículo sobre un clásico ganado con un gol del «Maestro» Piendibene, pero trasladado a la realidad de nuestros tiempos.

El hombre escribía por placer, después de cada partido de Peñarol, y le gustaba enseñarnos sus pintorescas columnas, escritas a máquina de escribir, con una sonrisa en su rostro. Él habia visto todo. La máquina del ’49, las 5 libertadores, las 3 del mundo, los 2 quinquenios, la fuga, el 8 contra 11, etc. Había disfrutado el fútbol de Schiaffino y de Hohberg, había tenido la tranquilidad de tener a Obdulio y al Tito cómo capitanes del club de sus amores, gritó las decenas de goles del negro Spencer en la Libertadores y se deleitó con el despliegue de talento de Pedro Virgilio Rocha. Vio al Nando batir récords de todos colores, incluyendo suyos propios. Lo vio irse y vio al pueblo peñarolense traerlo de nuevo, para ganar todo con el carbonero y dejar a la institución en lo más alto de la gloria futbolística universal, una vez más.

Sin embargo él estaba ahí, fiel y soñador con sus alrededor de 90 años, esperando que llegue el fin de semana para ver a su querido cuadro, y escribir sobre ello. Sin dudas era una de las cosas que más disfrutaba en el mundo, y que lo mantenían activo. Nunca faltaba alguna anécdota o relato de alguna de las tantas hazañas que estos fenómenos habían alcanzado con la camiseta aurinegra. Algún gol increíble o clásico inolvidable, y mis ojos grandes, atentos, disfrutando y soñando vivir algo parecido.

Nosotros, niños en los 90’s, tuvimos nuestro propio superhéroe. Jugábamos a la pelota en la calle, con la camiseta de Peñarol puesta e imaginando que éramos Pablo Javier Bengoechea. Fuimos felices, la verdad. Me acuerdo que en la escuela a los niños de Nacional les daba vergüenza decir de qué cuadro eran, por todo el daño que les habían causado San Pablo Javier y sus secuaces.

Con el tiempo se vinieron las malas, las malas de verdad. «Que se vayan todos, que Castillo quede solo», «lo único que queda es esta hermosa gente» y «el manya va a salir campeón el día que se vayan todos los hijos de p*** de la comisión» se cantaba bastante seguido en la Ámsterdam. Esas también las vivimos, con mucho dolor pero ilusionados con que el campeonato siguiente íbamos a salir del pozo, y con la pasión intacta.

Un día Peñarol había perdido. Yo estaba triste, cabizbajo, y el anciano se me acerca: «Botija, ¿sabes por qué soy hincha de Peñarol? – me dijo pausada y sabiamente, casi a modo de consuelo -. Yo era un pibe y nunca había ido a la cancha. Una vecina, con permiso de mis viejos, me llevó al estadio. Era un clásico. Para mi era todo nuevo, y nadie me había inculcado ser hincha de ningún cuadro. Miro a la gente de Peñarol y estaban todos eufóricos alentando al grito de «Peñarooool Peñarooool»; miro a los hinchas de Nacional, todos pitucos y cada vez que su cuadro atacaba agitaban el pañuelo. ¡El pañuelo! Ganó Nacional. Yo me hice hincha de Peñarol para toda la vida. ¡Mirá si voy a ser hincha de un cuadro que agitan el pañuelo con la nariz para arriba! Peñarol es pueblo, botija. Nunca te olvides».

Hace unos meses me escribió el Yogui para contarme la triste noticia de que el viejo Verón había fallecido, a sus 97 pirulos. En sus últimos años ya no salía tanto, pero me gusta imaginarlo escribiendo sobre su último partido, con sus longevas manos sobre su máquina de escribir, y una sonrisa de oreja a oreja.

Facundo Gómez
@AnfibioP