Fue una mañana soleada, totalmente soleada. Recuerdo que no había una sola nube. Ese día, debutábamos todos. Corría marzo del año 90, y la séptima de Peñarol hacía su estreno oficial. El Parque Nazzasi tenía poco césped, eran tiempos de canchas malas. Yo estaba en el banco, y el Tony jugaba de 8. Willy Contreras tenía una velocidad admirablemente desarrollada y hacía goles de todos colores, y claramente era el nueve titular. Una posición que luego Antonio, arrancando un poquito de más atrás, sentiría como suya. Todavía no se hablaba de media punta.

En el segundo tiempo, faltando poco entró Fede Magallanes, y yo jugué los últimos 15 minutos. Fue inolvidable, me había puesto la camiseta de Peñarol oficialmente por primera vez en mi vida. Ganamos 4 a 1, cómodos, pero a pocos minutos de comenzado el partido, Antonio sufre una severa lesión y pasaron meses para que volviera a las canchas. Ya sobre el final de ese año, explotó.

Pero su boom, recuerdo claramente, se produjo al otro año, en el 91. Hizo 36 goles. Ganamos el campeonato caminando. No perdimos un solo partido y el Tony ya era el nueve, la figura que no paraba de hacer goles. Ese año hicimos 102, fue una locura. Las prácticas de fútbol de los jueves eran un deleite. Había cada nene. «El Boca» los hacía de todos colores. De penal, de tiro libre, de cabeza, pero sobretodo, de «doble ritmo». Admiraba a Papin, un nueve francés delicioso, recuerdo.
Como pocos, como muy pocos, en los últimos 20 metros Antonio es letal. Tiene un cambio de ritmo que, al día de hoy, sigue dejando parados a todos. No se cómo explicarlo, pero gira, hace un delicioso amague y ya está. Con un toque, una pared o un simple engaño, ya quedó enfrentado al último defensa o mano a mano con el arquero. Siempre fue puro desparpajo. Es afuera de la cancha lo que es adentro, un tipo divertido, extrovertido y feliz. Como vive, juega. Así entrena, así juega. Así vive, así piensa.

Ese año, cuando cumplimos 100 años, fuimos la única categoría carbonera que dio la vuelta olímpica, y en qué lugar. Llegamos al clásico con la oportunidad de empatar y salir campeones. Y así fue, 2 a 2 y a celebrar. Con el «pequeño» agregado de ser ¿los únicos? jugadores de Peñarol de dar la vuelta olímpica en Los Céspedes, en el medio del corazón del eterno rival. Esa mañana recuerdo que no fue soleada, llovió mucho, y no prestaban el Parque Central. Por eso tuvimos que ir a la cocina, al living del enemigo.

Antonio erró un penal pero ya había mojado, y con el empate nos alcanzó. Recuerdo las palabras del queridísimo Quique Barrera, ante las lágrimas del Tony: «No llores, ¿sabés los goles que le vas a hacer a Nacional ??» Un visionario, aunque ya estaba marcado, en poco tiempo Antonio iba a estar en primera. Pero esta historia es para otra oportunidad. Al otro año ganamos otro título y Antonio seguía rompiéndola. No era una racha, estaba claro. Antonio Pacheco estaba para grandes cosas. Lo sabían sus padres Julito y Ana. Perdimos un partido en todo el año, con Cerro en el Tróccoli y dimos la vuelta con show incluido contra River en Las Acacias. Luego, vino la historia conocida, por todos, por absolutamente todos. Por propios, rivales y extraños. La rompió y la sigue rompiendo, veinte años después.

Pero el mayor recuerdo no fue como desparramaba su talento por las canchas de tierra, luego en Primera y después en Europa y la Selección. Lo que más tengo presente, es su sonrisa permanente, su positiva actitud constante. Más allá que la vida le tirara flores o trompadas, Antonio siempre estaba ahí. Desde entonces, se transformó en una leyenda del Club, ocupando un lugar entre los grandes de verdad. Bien dicen, que cualquier buena persona importa más que el mejor jugador; por suerte en Antonio Pacheco se combinan ambas cosas. Obviamente, lo único que queda, es verlo nuevamente con la aurinegra. Que así sea.