Aclaración: Antes que nada, para evitar malas interpretaciones, deducciones desvías o razonamientos deductivos que van por mal camino, creo conveniente aclarar que esta es una columna que no fomenta ningún consumo de ninguna droga. Las consecuencias de las mismas están a la vista de cualquier uruguayo. Simplemente se quiere hacer un paralelismo con lo que provoca en un individuo la atrapante escalada de una adicción. Por ejemplo, así como pasa con un ludópata (adicción al juego) que no puede evitar controlar su deseo por jugar, nosotros no podemos controlar nuestro deseo por estar pendientes de Peñarol. Se busca reflejar que la persona pierde la conciencia del grado que está sumergido en ese mundo. Bueno, así creo que nos pasa a nosotros con Peñarol. Estamos perdidos en un mundo que por más que nos pueda traer problemas, es nuestro aire para vivir, nuestra alegría de cada día, es nuestra pasión inigualable.

Columna: 

Peñarol – Velez a puertas cerradas sin embargo algunos hinchas viajaron igual

No voy a entrar a detallar metodológicamente en qué es una droga y qué no. Simplemente reflexionando en todo lo que se vive alrededor de las drogas conocidas por todos, me di cuenta que me puedo aventurar claramente en hacer un paralelismo con el sentimiento que sentimos muchos para con Peñarol y la adicción a una sustancia.

Todo empieza una vez. Casi sin interés nos lleva alguien, nos hacen probar casi como que por obligación, eso que en un primer vistazo no nos deslumbra. Esta situación se repite varias veces, idas al estadio, nosotros aburridos, sin entender lo que pasa y viendo a papá como en otro estado.  Nos insistan a seguir probando, nos tantean, nos preguntan si nos gusta, nos hacen cantar las canciones. Y nosotros repetimos para dejar contento a tan impaciente padre.

Este ritual se repite, el desinterés del niño, comienza a transformarse en una efímera voluntad por saber de Peñarol. ¿Papá cuándo juega Peñarol? Nos vamos interesando, parece que después de tanto insistir, algo comienza a brotar en nuestro corazón cuando escuchamos esas 7 letras. Todavía no tenemos claro qué, pero papá sí ya sabe.

De chiquito parece que tenemos los primeros síntomas de adicción: coqueteamos con esa droga. Jugamos a ser «Tony» Pacheco, nos ponemos la camiseta hasta cuando no juega Peñarol, y cantamos el hit de la hinchada aunque no entendemos el significado de la canción.

La adolescencia llega, y la comprensión aumenta. Esa energía juvenil se dispara para ir a la cancha. Ese papá que nos incitó a probar, ahora padece la locura de la abstinencia en su hijo. ¡El chiquilín quiere ir a toda costa!  La mamá no quiere y hace todo lo posible para evitar que su criatura vaya a ese mundo “peligroso”, el papá que lucha entre su señora y el hijo. Y el nene que con 14 años dice que está grande para ir solo. Los primeros problemas de la droga.

Los 18 llegan y es sinónimo de libertad, de trabajar, de camino a la independencia. La droga ya corre por voluntad propia. Ya no nos alcanza con ir a ver a Peñarol al Estadio Centenario. Queremos más, Rivera, Rocha, Colonia, Maldonado, Paysandú, Tacuarembó, siguen tentando  nuestra adición. Conocemos que no somos los únicos adictos a esta pasión. Empezamos a correr riesgos: faltar al trabajo, peleas familiares, negar salidas para tener dinero para consumir.  Se van sumando los síntomas de la adicción.

Ya no solo alcanza en Uruguay, dicen Peñarol juega en… y antes que digan lugar ya estás ahí. Corriendo atrás de la ilusión; como la imagen de aquel burro con la zanahoria enfrente. Estamos en la salsa, estamos presos de esta ilusión, presos de esta adicción.

Seguimos creciendo, y nos damos cuenta que las banderas entienden nuestro problema: “Peñarol mi mayor adicción”, “Un vicio” “Ni la droga produce esta locura”, “La droga que más pega”.  Sin darnos cuenta estamos internados dentro del centro de adictos.

No solo alcanza con verse identificados en las banderas que hacen apología a la droga, sino que realmente no la queremos sacar de nuestra piel: los tatuajes corren y corren como diciendo: nunca me voy a separar de vos. Si hasta una jeringa con sangre carbonera apareció tatuada; fiel reflejo de tal adicción.

Vemos que la adicción se dispara a límites impensados: casas enteras pintadas con los colores de esta pasión, adictos que en abstinencia se agrupan en el exterior a intentar consumir algo de Peñarol, quiebre de mil y un protocolos a causa de esta adicción: personas que se casan con remeras oro y carbón, adictos que hacen lo imposible para que la bandera esté en ese lugar prohibido, o en ese lugar increíble, y hasta papás que ni vieron a su hijo en sus brazos pero ya los internaron en el centro de adictos con carnet en mano.

La adicción atrapa nuestra rutina: una computadora, una radio, un televisor, un celular es sinónimo de consumir. Tentados constantemente por la satisfacción de consumir Peñarol, vamos más allá del horario en que abre el centro de adictos los fines de semana: hacemos asados, caravanas, movidas solidarias, asistimos a entrenamientos y todo lo que sea en pro de afianzar la comunidad adictiva.

Pasan los años y enumeramos las consecuencias graves de esta adicción: ruina económica, separaciones, peligros con adictos de otros equipos, desempleado por la droga y mil vivencias más. En algún momento se nos cruza la idea de dejarla, nos ponemos a meditar el fin que tiene consumir Peñarol y nos damos cuenta que no tiene lógica, que no tiene sentido, que tiene solo una finalidad: ¡el placer!

Para terminar me permito concluir que un adicto a Peñarol es aquella persona que no puede estar 24 horas sin hablar o pensar en Peñarol.

Por eso digo, ser de Peñarol es un viaje que no tiene retorno, que puede causar innumerables complicaciones, pero que por sobre todas las cosas nos trae algo codiciado en el mundo entero: Felicidad.

“Hay momentos para sufrir, pero toda una vida para amarte”