La noche del partido contra Rampla fue especial para mi, no por el partido, sino por el escenario, el Estadio Centenario.

Es el recuerdo de toda una vida subiendo esas escaleras, como anhelando alcanzar el último de los escalones para ver el verde césped y ya emocionarte.

Capaz parezca algo loco, pero en el Centenario cada uno tenía su lugar. Yo no sabía quienes eran los que estaban al lado más allá de algún intercambio futbolero, pero sabía que era su lugar, qué fecha tras fecha los iba a encontrar ahí, sin necesidad que haber comprado su asiento.

Imposible no sentir algo por esa cancha que aunque solo es un rectángulo de pasto con arcos, como cualquier otro, trae miles de recuerdos. Ese pedazo de cemento llamado tribuna en el que te ubicabas, conserva miles de abrazos de gol, con amigos y con desconocidos por igual.

Campeonatos ganados, triunfos agónicos, recibimientos inigualables, de esos que ya ni siquiera se permiten, de esos que te hacían pensar que entrabas ganando 1-0; esos en los que dejabas la garganta en la tribuna como queriendo superar al ruido de los fuegos artificiales, y a las nubes de humo amarillo. 

Por un momento, cuando vuelvo al Centenario, vuelvo a ser ese niño con la ilusión de agarrar un globo entre el reparto del recibimiento, ese que cantaba las canciones sin entenderlas muy bien, ese mismo que picaba papel toda la semana previa al clásico.

Ese niño que fue creciendo y se enamoró cada vez más de estos colores, estos colores que durante muchos años lo impulsaron a seguir yendo cada fin de semana al Centenario, a pesar de que los resultados no eran los mejores.

Hoy siento que al fútbol se le intenta quitar cada vez más lo pasional, hoy no se ve un estadio lleno de banderas, ni con recibimientos de esos que todos queremos de fondo de pantalla. Siento que hoy el fútbol es un poco más gris.

El Campeón del Siglo es hermoso, nuevo, único, genera un sentido tremendo de pertenencia y es nuestra casa. Pero es innegable que el Estadio Centenario tiene su magia, y eso nunca va a cambiar.